La Huida I

Empezó a notar algo raro detrás suyo justo cuando traspasó el arco de la Puerta del Cambrón despues caminar por el Paseo de Recaredo. Se confirmaron sus sopechas cuando empezaron a tintinear las cadenas clavadas en la fachada de San Juan de los Reyes. Subió por la Cuesta San Martin y en la esquina de la Cava Baja invocó al espíritu de aquella mora injustamente insultada hacía siglos, en agradecimiento ella eliminó a uno de los sicarios enviados por el Averno. Gracias mujer de tez bronceada y ojos de aceituna.

Quedaban más. Optó por andar por la Avenida Reyes Católicos hasta el Paseo del Tránsito, justo donde empieza la Travesia de Descalzos. De las piedras de los edificios salian los lamentos de los judíos explusados de sus casas que iban atemorizando a las horrendas criaturas, pero las más fuertes resistian.

Subió por el Taller de Moro a buscar Alfonso X. Empezó a llover, entonces los ropajes de los Malefícios se cargaron de agua purificadora, hasta llegar a la Plaza de San Vicente. De ahi, pasando por Alfileritos a buscar el callejón de los Dos Codos. La fragancia de las hierbas aromáticas arrojadas durante el Corpus volvió a la calle y facilitaron la huida.

Ya quedaba poco. LLegó a la Puerta del Sol y finalmente consiguió bajar por el Real del Arrabal hasta pasar por debajo de la Puerta de Bisagra. Allí el águila bicéfala, soltanto el cordero de entre sus garras, agarró con éstas al último de los espectros.

Por hoy se había librado, el alma de la ciudad varias veces milenaría siempre ayudaba al paseante.

El Tajo, protegiendo con un meandro a la ciudad

Siempre me gusta perderme por cualquier sitio, ya apareceré por algún lado. Pero hay una cosa que no cambiaré en la vida, "perderme" por esta ciudad que podría recorrer vendados los ojos. Nunca me acuerdo lo que es para mí hasta que vuelvo.

Eduardo